Hace
algunos años, después de pasar casi toda mi vida desconociéndolo, comprendí que
debemos hacer lo que el corazón nos dicte y nos apremie a hacer. Sin miedo al “qué
dirán”, porque qué te afecta a ti el hecho de que tengas que ser quien no eres,
para agradar a quienes temes por sus críticas o desacuerdo. Si manifestándote
como realmente eres te repudian, ¿qué sentido tenía para mí entonces su
amistad?
Así
es que perdí el miedo a expresar lo que siento y decidí que quien quisiera ser
mi amigo o digno de mi amistad, tendría que saber respetarlo y aceptarlo; de lo
contrario nada perdería sin su amistad. Y así lo hice y desde entonces es una
de mis principales máximas. ¿De qué me valía una amistad que debía estar basada
en la sinceridad, a costa de vivir sin ser yo? ¿Qué me aporta interiormente una
relación de amistad así?
Sabía
que en lo vanal (que es lo que está de moda y prácticamente es en lo que se
basan la mayoría de relaciones sociales hoy), esa máxima casi ni tendría que
aplicarla. Sin embargo hoy he sabido, en la práctica, cuál es el resultado de
aplicarla bajo según qué materias u objetos de debate, por ejemplo sobre el de
lo transcendente.
El
período de la Transición Española coincidió con mi mayoría de edad. La
democracia llegó, lo invadió todo y lo viví plenamente. ¡Cuántas esperanzas teníamos
puesta en ella mi joven generación! Comparado con una dictadura sus beneficios deberían
ser incontables. Por fin una reconciliación definitiva.
Legislatura
tras legislatura socialista, se impuso paulatinamente el abdicar de todo lo que
habíamos aprendido en nuestros años más jóvenes —en los que fuimos
verdaderamente educados—, y “aprender” una ideología. A ser posible la más “guay”
que era ser pacifista, ecologista, anarquista, comunista, socialista, verde, Ché
Guevara; o sea: “progre”. Y, la verdad, mientras no me importó lo transcendente
yo mismo lo fui. Mientras no supe que todo eso, en realidad, representaba el
autoritarismo, la intolerancia, la insolidaridad —esto es, a todo lo contrario
en la práctica, de lo que predican—, yo confieso que lo fui. Las adopté tal
como lo diseñaron sus planificadores, sin rechistar. Sin saber. Sólo porque la adoptaron
“todos”. Porque lo decía la tele (o
mejor por lo que no decía).
Pero
cuando me introduje en lo transcendente y entendí que todo eso era mentira; que
nos estaban engañando y quise así “alertar” a mis amigos y a quien quisiera oírme,
tuve que dejar de serlo. Me lo pedía el corazón insistentemente, no podía ir
contra él. Era algo superior a mis fuerzas, no podía luchar contra mí mismo. Corazón
y mente van unidos. Están creados para funcionar juntos a pleno rendimiento en
nuestro camino de evolución personal.
Abdiqué
de ellas igualmente y volví a empezar desde donde lo había dejado antes de mi adocenamiento
“democrático”. Empecé a verlo todo con información y perspectiva y así lo
expuse, libremente. Sin miedo al qué dirán. Y comprobé que su amistad se basaba
en conceptos preconcebidos no en la aceptación y el respeto. Y me ha merecido
la pena entenderlo, me siento pleno y seguiré siendo yo mismo. Ahora digo
abiertamente que sacudirse “amigos” es quitarse un “peso” de encima.
Las
consecuencias de aquella segunda abdicación de lo “progre” las he sentido hoy
mismo. Y hoy lo he sabido. Y hoy es cuando con más fuerza digo: cuánto tiempo,
malgastado, perdido. ¿De qué me sirvió? ¿Qué de transcendente tuvo? ¿De qué ibais,
“amigos”? ¿De prejuicios? Si en vuestros dogmas hubiese basado mi amistad, jamás la hubieseis tenido.
No
me abrazo a ideologías, mi única revolución es la personal, la interior y el
culto a la verdad, como dijo Miguel de Unamuno. No creo en los partidos pues
diluyen y distorsionan la realidad, creo en las personas responsabilizándose de
lo que hacen. Creo que las gentes no tienen que ser ni comunistas, ni
fascistas, ni socialistas, etc. El ser humano tiene que ser una persona cabal,
hacer su trabajo honestamente y no confundir valores humanos con ideología. Creo
que estamos aquí para encontrar la transcendencia a nuestro paso por esta vida.
Por algo será que somos diferentes a los animales en lo que al raciocinio se
refiere, aunque, es cierto, siempre nos hemos parecido mucho a peor.
Y
me parece mentira tener que explicar esto a estas alturas. ¿En qué os estáis
convirtiendo criaturitas de Dios? ¡Iros al carajo, bultos con ojos cerrados!
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